En el precioso libro de Adolfo Casaprima «El Campo de los Hombres Buenos (Historia del Campo de San Francisco de Oviedo)», tomando una bella leyenda, el autor, nos hace entrar en la ciudad, junto a dos personajes «el uno joven y enjuto, barbilampiño», «más bajo y ya adulto» el otro, que nos son sino Francisco de Asís y su hermano Fray Pedro, conocido como Fray Pedro Compadre, allá por los primeros años del Siglo XIII.
Siguiendo sus pasos, ya desde la altura del Caserón, divisamos vagamente las luces de un Oviedo, sobre el que cae el fino «orbayo» que se desprende de la niebla, y al que poco después se acercan nuestros personajes para entrar por el arrabal de San Cipriano, donde los albergueros que pregonan las excelencias de sus establecimientos, los reciben.. A poco, cuando ya la tarde, empujada por el plomizo cielo, empieza a ser noche, pasan bajo la puerta de Cimadevilla, en el momento en que la campana deja oir su invitación a la oración. Se detienen ante la capilla de San Nicolás, en cuyo hospital solicitan alojamiento y asistencia médica.
Un cofrade de los zapateros, les instruye durante la velada. Sobre la fundación del establecimiento y los grandes sucesos acaecidos por las tierras asturianas y les relata las preciosas reliquias que se guardan en la Basílica del Salvador que Alfonso II mandase edificar: «Estaban, sin duda, en tierra santa, enriquecida y adornada por monarcas sabios, pensaron».
Al despuntar la mañana, dejan el hospital y caminando por la Rua de los Tenderos o Rua Francisca, llegan a la de la Platería, desde donde ya ven la Basílica del Salvador. Ante su imagen, de piedra policromada, que ya desde hace más de cien años preside la Iglesia, oran devotamente. Veneran después las Santas Reliquias y beben agua de la hidria en que Cristo hizo que el agua se hiciera vino durante la boda de Caná. Para llegar al final de la historia, creo que merece la pena, seguir literalmente el texto de Casaprima:
«… aún aturdidos por la visita, deciden descansar un momento antes de continuar viaje hacia Compostela. Eligen un remanso del bosque que se extiende a las afueras de la ciudad, camino de Galicia. Y se abandonan a la contemplación. Escuchan el canto armonioso de los pájaros. Del viento, meciendo las hojas de los robles, castaños, negrillos. Del agua que corre en un riachuelo cercano. Los blancos raitanes se acercan para comer de la palma de la mano del joven algunas migajas de pan. Como agradecimiento, las aves limpian con las suaves plumas del pecho los pies malheridos de su proveedor, tiñendo la blancura de sus pequeños cuerpos con el color intenso de la sangre del joven romero. Cuenta la tradición que, desde entonces, los raitanes muestran orgullosos su pecho rojo, símbolo de su encuentro con el hombre que fue capaz de amansar a las fieras.
– En este paraje, sin duda santo, debo edificar mi obra, Fray Pedro, aseveró el joven alzando su mirada hacia las copas de los árboles.
– Bien, compadre Francesco, asintió el compañero, a quien todos llamaban Pedro Compadre, debido a la coletilla que siempre usaba al hablar.
Y el joven Fray Francesco, conocido por el pueblo como San Francisco de Asís por sus acciones, levanta en aquel bosque, a las afueras de Oviedo, una pequeña ermita. Más, no puede alargar su estancia en el vergel elegido, ya que la enfermedad se agrava y desea continuar camino hacia Santiago de Compostela, sembrando su obra allá por donde pasa. Le encomienda, pues, la pequeña ermita a su compañero Fray Pedro Compadre, y una mañana abandona Oviedo…»
El «Campo de San Francisco»